lunes, 21 de enero de 2019

Cuentos en verso para niños perversos.

CAPERUCITA ROJA Y EL LOBO   (Cuentos en verso para niños perversos  - Roald Dahl-)

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                  Estando una mañana haciendo el bobo
           le entró un hambre espantosa al Señor Lobo,
           así que, para echarse algo a la muela,
           se fue corriendo a casa de la Abuela.

          "¿Puedo pasar, Señora?", preguntó.
          La pobre anciana, al verlo, se asustó
          pensando: "¡Este me come de un bocado!".
          Y, claro, no se había equivocado:
          se convirtió la Abuela en alimento
         en menos tiempo del que aquí te cuento.

         Lo malo es que era flaca y tan huesuda
         que al Lobo no le fue de gran ayuda:
         "Sigo teniendo un hambre aterradora...
         ¡Tendré que merendarme otra señora!".
         Y, al no encontrar ninguna en la nevera,
         gruñó con impaciencia aquella fiera:
         "¡Esperaré sentado hasta que vuelva
         Caperucita Roja de la Selva!"
         -que así llamaba al Bosque la alimaña,
         creyéndose en Brasil y no en España-.

         Y porque no se viera su fiereza,
         se disfrazó de abuela con presteza,
         le dio laca en las uñas y en el pelo,
         se puso la gran falda gris de vuelo,
         zapatos, sombrerito, una chaqueta
         y se sentó en espera de la nieta.

         Llegó por fin Caperu a mediodía
         y dijo: "¿Cómo estás, abuela mía?
         Por cierto, ¡me impresionan tus orejas!".
         "Para mejor oírte, que las viejas
         somos un poco sordas". "¡Abuelita,
         qué ojos tan grandes tienes!". "Claro, hijita,
         son las lentillas nuevas que me ha puesto
         para que pueda verte Don Ernesto
         el oculista", dijo el animal
         mirándola con gesto angelical
         mientras se le ocurría que la chica
         iba a saberle mil veces más rica
         que el rancho precedente.

         De repente
         Caperucita dijo: "¡Qué imponente
         abrigo de piel llevas este invierno!".
         El Lobo, estupefacto, dijo: "¡Un cuerno!
         O no sabes el cuento o tú me mientes:
         ¡Ahora te toca hablarme de _mis dientes_!
         ¿Me estás tomando el pelo...? Oye, mocosa,
         te comeré ahora mismo y a otra cosa".

         Pero ella se sentó en un canapé
         y se sacó un revólver del corsé,
         con calma apuntó bien a la cabeza
         y -¡pam!- allí cayó la buena pieza.
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         Al poco tiempo vi a Caperucita
         cruzando por el Bosque... ¡Pobrecita!
         ¿Sabéis lo que llevaba la infeliz?
         Pues nada menos que un sobrepelliz
         que a mí me pareció de piel de un lobo
         que estuvo una mañana haciendo el bobo.
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viernes, 18 de enero de 2019

La pequeña vendedora de fósforos



 La pequeña vendedora de fósforos.    (Hans Christian Andersen).

¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer. Era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. 
Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla y la otra se la había puesto un mozalbete que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío.
En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. 
En todo el santo día nadie le había comprado nada ni le había dado un mísero chelín. Volvíase a su casa hambrienta y medio helada ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! 

Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra- se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa pues no había vendido ni un fósforo ni recogido un triste céntimo. 
Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. 

Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!».
¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano. Una luz maravillosa.
Parecióle a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magnífiamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa y ella se quedó sentada con el resto de la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana.
Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared. 

Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego. «Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: -Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios. 

Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
 - ¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Apresuróse a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. 
Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor. 

Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. 
Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.

jueves, 17 de enero de 2019

Pepillo y el enemigo con bigote


Pepillo y el enemigo con bigote
Obra: Pim, pam, clown              Autor: Tomás Afán Muñoz



    MADRE: Pepillo, hijo mío, ¿qué haces?
    PEPILLO: La guerra, mami.
    MADRE: Vente pa la casa ahora mismo, que no son horas.
    PEPILLO: No puedo.
    MADRE: ¿Por qué?
    PEPILLO: Porque me han hecho prisionero.
    MADRE: ¿Quién?
    PEPILLO: Este señor con bigote, que es de los enemigos.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Buenas noches, señora.
    MADRE: Haga usted el favor de soltar a mi Pepillo, que tiene que cenar.
    PEPILLO: Mami, no nos interrumpas que estamos en mitad de una batalla.
    MADRE: Vente pa la casa ahora mismo. ¿Qué te tiene dicho tu padre?
    PEPILLO: ¿De qué?
    MADRE: De las batallas.
    PEPILLO: ¿Que no quiere que nos metamos en batallas?
    MADRE: Eso es, que luego vienes con la ropa hecha un asco. Vamos, pa la casa, ahora mismo.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Señora, ¿no puede esperarse un rato?
    MADRE: ¿Y que se enfríen las habichuelas?
    ENEMIGO CON BIGOTE: Un ratillo sólo.
    MADRE: ¿Cuánto?
    ENEMIGO CON BIGOTE: Pues unos diez minutos que dura el consejo de guerra, y cinco minutos que dura lo de fusilarlo, en total un cuarto de hora, mas lo que tardemos en traerle el cadáver.
    MADRE: Ni hablar, que las habichuelas frías no están buenas.
    PEPILLO: Pero mami, por favor, que estamos en guerra.
    MADRE: Pues hacer la paz.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Sí es que, ahora, no se puede, señora.
    PEPILLO: Estamos en mitad de una invasión.
    MADRE: ¿En una invasión? ¿Qué te tengo yo dicho de las invasiones?
    PEPILLO: Que no me meta en invasiones con desconocidos, ya lo sé.
    MADRE: ¿Ése es el caso que me haces? Y cuando se entere tu padre. Que ya sabes que tu padre es muy suyo para esto de las invasiones. Que no deja pasar ni una.
    PEPILLO: Pero mami si es que me lo han ordenado.
    MADRE: ¿Lo de invadir?
    PEPILLO: Sí.
    MADRE: ¿Quién?
    PERILLO: Pues los del ejército.
    MADRE: Ves. Lo que yo decía. Las malas compañías. Mira que yo quería que te metieras en lo de los bailes regionales, pero ea, el niño se tuvo que meter en lo del ejército.
    PERILLO: Pero mami.
    MADRE: Con lo feos que son los trajes del ejército, y los sucios que son, y con lo bonitos que eran los trajes de lo de los bailes regionales, que además te llevaban de viaje a hacer actuaciones y no invasiones.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Señora, que el ejército es, también una cosa muy bonita.
    MADRE: Pero muy sucia, que la sangre es muy difícil de lavar.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Bueno, yo en eso no me meto.
    MADRE: Claro, es muy bonito estar todo el día matando sin preocuparse de nada. Como luego somos las madres las que tenemos que frotar y frotar.
    PEPILLO: ¿Entonces no me dejas?
    MADRE: ¿El qué?
    PEPILLO: Lo de irme de prisionero, con este señor con bigote, de los enemigos.
    MADRE: Ni hablar del peluquín.
    PEPILLO: Jolín, mami.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Señora, por favor.
    MADRE: Que no, que la semana pasada le di permiso para irse de masacre y de genocidio y me volvió a las tantas de la madrugada, hecho un asco, y con un pedazo de bomba...
    PEPILLO: Mama, esas cosas no se cuentan.
    MADRE: Con una bomba, que tuvimos que hacerla explotar en el patio, y me rompió dos o tres macetas.
    ENEMIGO CON BIGOTE: ¿Y entonces, qué hacemos?
    PEPILLO: Y yo qué sé.
    MADRE: Pues dejadlo para mañana.
    ENEMIGO CON BIGOTE: ¿El qué?
    MADRE: Lo de fusilaros.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Si es que mañana es domingo y a mí los domingos la familia no me deja hacer fusilamientos.
    MADRE: Bueno, Pepillo, te doy un minuto para que subas a comerte las habichuelas, y se acabaron las tonterías.
    PEPILLO: ¿Y si no quiero?
    ENEMIGO CON BIGOTE: Eso, señora. Su hijo es grande, y usted no le puede obligar.
    MADRE: ¡¿QUÉ?!
    PEPILLO: Nada mami.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Era una broma.
    MADRE: A mí no me gustan esa clase de bromas.
    PEPILLO: Jolín.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Qué susto.
    MADRE: Y cuando se entere tu padre de lo de esta noche, se va a poner hecho una fiera y un basilisco, y se os van a acabar las batallas y se os van a acabar todas las guerras, y los bigotes, inmediatamente.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Señora no exagere.
    PEPILLO: No si no es exageración.
    ENEMIGO CON BIGOTE: ¿Ah no?
    PEPILLO: Tú es que no conoces a mi papi.
    ENEMIGO CON BIGOTE: ¿Qué?
    MADRE: Y se acabó lo de excavar trincheras en mitad de la salita.
    PEPILLO: Mami, es que tengo que practicar.
    MADRE: Te la has ganado. Se lo voy a decir todo ahora mismo a tu padre.
    PEPILLO: ¡Adiós!
    ENEMIGO CON BIGOTE: ¿Qué pasa?
    PEPILLO: Que ha ido a contárselo a mi padre.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Bueno, ¿y qué?
    PEPILLO: Que se acabaron las guerras.
    ENEMIGO CON BIGOTE: Anda ya.
    PEPILLO: Que sí, que mi padre es muy cabezota, y como se empeñe...
    ENEMIGO CON BIGOTE: Pero, niño, ¿tu padre quién es?
    PEPILLO: El presidente. ¿Por qué?
    ENEMIGO CON BIGOTE: Tu padre es el mismísimo presidente en persona.
    PEPILLO: Ah, ¿no lo sabías?
    ENEMIGO CON BIGOTE: (Huyendo) Adiós... me rindo...lo siento... socorro... me voy...
    PEPILLO: Jolín qué raros son los enemigos con bigote. Se ha rendido el tío. Pues no es para tanto. Y todo porque se ha enterado de que mi papi es el presidente de la comunidad de vecinos del bloque.



miércoles, 16 de enero de 2019

La vaca estudiosa.


La vaca estudiosa, de María Elena Walsh

 

    Había una vez una vaca
    en la Quebrada de Humahuaca.
    Como era muy vieja,muy vieja,
    estaba sorda de una oreja.
    Y a pesar de que ya era abuela
    un día quiso ir a la escuela.
    Se puso unos zapatos rojos,
    guantes de tul y un par de anteojos.
    La vio la maestra asustada
    y dijo: – Estas equivocada.
    Y la vaca le respondió:
    ¿Por qué no puedo estudiar yo?
    La vaca, vestida de blanco,
    se acomodó en el primer banco.
    Los chicos tirábamos tiza
    y nos moríamos de risa.
    La gente se fue muy curiosa
    a ver a la vaca estudiosa.
    La gente llegaba en camiones,
    en bicicletas y en aviones.
    Y como el bochinche aumentaba
    en la escuela nadie estudiaba.
    La vaca, de pie en un rincón,
    rumiaba sola la lección.
    Un día toditos los chicos
    se convirtieron en borricos.
    Y en ese lugar de Humahuaca
    la única sabia fue la vaca.